***
el movimiento continuo
…pronto envejeceremos; moriremos
antes de reconocer la libertad.
Robert Herrick
Las personas comme il faut, honestos padres
de familia y demás gente de principios
(fotógrafos profesionales, profesores de baile
y otros agentes de la autoridad)
tenían desde antiguo organizado su modesto
baile de disfraces.
Y lo peor no fueron los ridículos gestos de las
matronas, torpes animales domésticos,
ni el parloteo de los intrascendentes animalillos
partidarios del orden y la compostura,
sino el distinguir, debajo de la pacotilla y de
las flores de plástico,
su buena fe de gansos soñolientos.
En las afueras, después de haber dejado atrás
las últimas viviendas del suburbio
-glorria y prrez sempiterrnas, como dijo
el santo varón arrastrando las erres-,
encontramos, en el crepúsculo, sin demasiado
esfuerzo,
el modesto tinglado de una feria vacía:
ositos mecánicos,
muñecas caucásicas para neuróticos
-cada una contiene otra igual, más pequeña,
indefinidamente-,
espejos cóncavos, convexos y cóncavoconvexos,
barracas donde un coro de malolientes atletas
vociferaba el canto del cisne,
antifaces de muselina, ciudadanos disfrazados
de asnos de Persia,
asnos de Persia disfrazados de ciudadanos,
una historia completa del traje,
y muchas otras cosas, como por ejemplo,
varitas mágicas,
insectos de cartón-piedra,
una colección de bastante amplia de cremas para
payasos,
la botella de porcelana rosada donde el
prestidigitador guardaba su elixir
para aparecer vivaracho y chispeante en
público,
tres o cuatro chaquetas reversibles, las memorias
de Frégoli
y un manual de Etiqueta Cortesana, con
anotaciones manuscritas
de Óscar Wilde, y alguna raspadura
de Baudelaire.
Alguien descubrió que el tiovivo podía seguir
girando, mientras un organillo
oculto bajo las tablas martilleaba una
mutilada Chanson de Cour
reconocible. Con un poco de buena voluntad.
Vosotros, mientras en la noche resuena
la rutilante música de circo
decidme si merecía la pena haber vivido para esto,
para seguir girando en el suave chirrido de las
tablas alquitranadas,
para seguir girando hasta la muerte.
***
les charmes de la vie
Watteau.
Que no turben las aves el crepúsculo.
Va a comenzar el vals. Que todo quede
en tinieblas. Que las sedas oculten
las abiertas ventanas, y que alguien desenlace
los gruesos terciopelos. Nada debe
amenazar el flujo de la música:
ningún arista o mármol o pájaro dormido.
Que nada permanezca. Sólo el aire
ilumine las fuentes ocultas de la noche
difunda en las estancias un resbalar de remos
en los estanques, prenda el roce de las hojas
que desordena el viento entre las alamedas,
apague los destellos sobre los ventanales,
sobre cada cristal, para que los espejos
no descubran de dónde brotan los surtidores,
para que no resbalen hacia las balaustradas
las serpientes del agua, para que la penumbra
los colores del mármol y de los terciopelos
desprendan un ingrávido gorgotear de luces,
y así, por un redondo laberinto de cauces
poco a poco la música, brotando de la oscura
trasparencia del aire, irrumpa desde cada
cristal amortajado, desde cada moldura,
libere sobre el musgo las voces de la noche
para que en el silencio las corrientes
heladas, ni los dedos ni la curva del torso
de la estatua disientan de la inmóvil presencia
de los vasos que oprimen en las encrucijadas
un puñado de inertes raíces sumergidas.
Anacreonte supo renunciar a casi todos los mitos
de su tiempo:
patria, fama, dignidad de soldado,
respeto hacia los muertos y amistad
con los dioses.
¿Cómo no serenarse, si todo está perdido?
Las montañas azules, a lo lejos, van siendo
lamidas por la sombra.
Dibuja los contornos de las torres lejanas
la palidez helada de un viento submarino,
iluminando el brillo de los ojos, nítidos
y cercanos
pero imposibles, como el rastro de umbría
verdura que sugiere
el escondido cause de un río subterráneo.
Que resuene el laúd, porque las voces
quebrarían el aire de la tarde.
que los dedos desaten, entre encajes,
el unánime llanto de las cosas,
pero que nadie intente otra vez pulsar
las raíces de la vida.
Con el sol poniente vana alanzar sus últimos
destellos, sobre las hojas amarillas,
las irisaciones de la música,
y los dioses silvestres convocan al silencio
en la espesura.
Que nadie intente descubrir los sones
originarios.
La noche desciende
sobre las tazas de las fuentes mudas, como las
hojas muertas,
y oprime como mano tibia los atributos de la
música:
latón pulido de las cornamusas,
resonancias que cierran su corola junto a los
bucráneos
festonados de racimos y cintas.
Ahora resbala por las escalinatas
la múltiple aureola de las luces
(¿Y por qué no subir, si todo está perdido?)
y se desgrana el vals, entre las risas,
mientras las lentejuelas de las máscaras
reflejan un brillante remolino de sedas,
como un enorme espejo alucinado.
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