3.01.2009

José Carlos Becerra

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***

El azar de las perforaciones

Puse las manos donde mis guantes querían,
puse el rostro donde mi antifaz podía revelármelo;
mi única hazaña ha sido no ser verdadero, mentir con la conciencia de que digo la verdad,
mirar sin aspavientos mi existencia, desfigurada por lo que la hace vivir,
rodeada por lo que tiene de centro, de membrana interior.

He utilizado la palabra amor como un bisturí,
y después he contemplado esa cicatriz verdosa que queda en lo amado y en el amante,
y esa cicatriz verdosa brilla también en estas palabras,
y en mi mirada también pueden sentirse los bordes carnosos y finos
de esa cicatriz, de esa estrella sin fuego.

La noche ha pasado hacia el mar,
ha pasado llevándose mis antiguas estatuas,
y yo vi cómo borraba también el burbujeante silencio de los conspiradores,
de los héroes que extraviaron su heroísmo al nacer, al ser héroes por primera o por última vez.
La noche se desliza entre los barcos anclados,
y el gran velo del trópico, como un cuerpo a la deriva, cae sobre nosotros;
cae con lentas oleadas de insectos, y el calor es una lengua obscena
que lame por igual los cuerpos de los vivos y de los muertos.

Vuela la noche sobre el mar y del mar regresan los últimos pájaros,
la luz de los faros se unta a la dureza de esas aguas oscuras, se extiende sobre ese ritmo arrebatado a otra vida,
y con un movimiento impreciso, el sueño de la tierra
levanta los remos.

¿Dónde podría yo estar diciendo la verdad?
¿De qué antifaz arrancaría yo mi rostro para probar el dolor de mi mentira?
¿De qué rostro arrancaría yo mi antifaz para probar la tela de mi vida,
la gran envoltura de lo que me rodea?
Pero la vida es la gran respiración de la muerte,
el ruido de las pisadas de nuestras propias hormigas.

Se hunde la noche en los rostros y en las palabras,
el trópico extiende sus calientes y húmedas mantas sobre mi corazón.,
y una respiración pausada de agua podrida, una fresca dulzura de sapos, envuelve a las cosas.
Y es el vaho de la piedad, la gran religión del desacuerdo con el amor y con las macizas exploraciones del odio,
lo que enciende sus lámparas veladas, sus frases veladas, sus caricias veladas.

Y yo toco aquello que tal vez me corresponde, que tal vez me alimenta, que tal vez me devora;
yo palpo la dureza y la blandura de mi alma, no con mis manos
sino con mis guantes; mis falanges de cuero, mis uñas de gamuza exploran la verdad
como una apariencia temporal de la mentira, y exploran la mentira como un túnel
por donde hacemos pasar la verdad.
Todo yo me sorprendo, todo yo me designo;
este descubrimiento es ventajoso, mis manos no existen, existen mis guantes,
las aguas de la Historia me llegan a los labios, me suben a los ojos,
son el caldo de cultivo apropiado para interrogar dentro de él a Dios,
la bañera donde los enfermos cabecean confundidos con su enfermedad,
donde los héroes respiran dolorosamente confundidos con sus estatuas.

Mis guantes exploran mis manos,
en la humedad del trópico exploran la sequía deslumbrante del desierto,
palpan los grandes glaciares entrando en el océano con la serenidad de las grandes catástrofes.
Las hojas podridas se enternecen con esta exploración, los mosquitos escoltan el anochecer,
la realidad se desviste en sus lámparas.

La noche baja al mar, en los manglares se detiene la luna,
¿quién oye ese rumor de insectos en la caliente y húmeda noche?
¿Quién oye ese rumor de cuerpos encontrados en la memoria, en el sudor del alma, en el chasquido de la nada?

Esta indagación sólo podrá ser realizada por el artificio,
el antifaz irá trasplantando el rostro, los guantes tendrán a su cargo la creación de las manos,
la mentira abrirá un túnel bajo lo que llamamos real, pondrá en entredicho la dureza de ese piso.
Sólo así mi tacto será más vivo,
y mi respiración dará menos vueltas para encontrarse con mi alma,
o con aquello que pregunta por mí, si es que algo pregunta por mí.

¿Quién escucha este zumbido de insectos en la caliente y húmeda noche?

También la luz de los faros ha sido contagiada por el rumor inarticulado de esas aguas, por lo corrosivo de ese movimiento.

Pero hay un rumor de remos, hay un rumor de remos;
debemos escucharlo con atención.



Por el tiempo pasas


Por el tiempo pasas, lo cruzas, sales de él,
rozas la superficie de la muerte
y distraída sigues hacia donde no sé si sigues.

Eres tú la que cruzas el tiempo,
la que aparta a la muerte como si se tratara de una cortina,
la que se destapa el espejo como si se tratara de una lata de cerveza que luego
te bebes y la arrojas vacía sobre el asfalto.



Las reglas del juego


Cada uno debe entrar en su propio degüello, cada uno retocando su respiración,
cultivando sus excepciones a la regla, sus moluscos solares,
haciendo sus abstinencias más inclementes y más diáfanas
porque la luz debe romperse allí, la eternidad debe dejar caer un guijarro en ese gemido.

Recuerden la niñez de vuestra madre, la niñez de vuestra muerte;
solitarios del mundo y de todos los deseos,
inoculados por el lagarto y el pájaro que se enfrentan en todas las intenciones de la sangre.

Ustedes han sentido la máscara y la falsificación de la máscara: el rostro
en los invernaderos de las pequeñas, inútiles ceremonias que todavía nos conmueven.

Bajo la luz de una luna parecida a la desnudez de las antiguas palabras,
escuchen este ritmo, esta vacilación de las aguas,
la noche está moviendo sus ruedas oscuras, estas palabras llevan ese significado,
y yo me dejo arrastrar por aquello que quiero decir: aquello que ignoro,
y he aquí que la frase delibera su propio silencio.

Oh noche casual de estas palabras,
oh azar donde la frase regresa a su silencio y el silencio retorna a la primera frase,
en el lenguaje aparecen de nuevo los primeros caracoles, las primeras estrellas de mar,
y las bestias de la niebla ponen su vaho en los nuevos espejos.

Aquel que diga la primera palabra dejará caer el primer vaso,
aquel que golpee su asombro con violencia verá aparecer el fuego en sus cabellos,
aquel que ría en voz alta será el primero en guardar silencio,
aquel que despierte antes de tiempo sorprenderá a su esqueleto haciéndole señas extrañas a los árboles;
y el mar, como un síntoma interrumpido, vuelve de nuevo a oírse a los lejos
y en su respiración otra vez escuchamos el ruido de esa puerta
que bate azotada por el viento del infinito.

Nace la luna sobre el mar como una antigua mirada del hombre.
En el puerto se van encendiendo las primeras luces.



El otoño recorre las islas


A veces tu ausencia forma parte de mi mirada,
mis manos contienen la lejanía de las tuyas
y el otoño es la única postura que mi frente puede tomar para pensar en ti.

A veces te descubro en el rostro que no tuviste y en la aparición que no merecías,
a veces es una calle al anochecer donde no habremos ya de volver a citarnos,
mientras el tiempo transcurre entre un movimiento de mi corazón y un movimiento de la noche.

A veces tu ausencia aparece lentamente en mi sonrisa igual que una mancha de aceite en el agua,
y es la hora de encender ciertas luces
y caminar por la casa
evitando el estallido de ciertos rincones.

En tus ojos hay barcas amarradas, pero yo ya no habré de soltarlas,
en tu pecho hubo tardes que al final del verano
todavía miré encenderse.

Y éstas son aún mis reuniones contigo,
el deshielo que en la noche
deshace tu máscara y la pierde.



Épica


Me duele esta ciudad,
me duele esta ciudad cuyo progreso se me viene encima
como un muerto invencible,
como las espaldas de la eternidad dormida sobre cada una de mis preguntas.

Me duelen todos ustedes que tienen por hombro izquierdo una lágrima,
ese llanto es una aventura fatigada,
una mala razón para exhibir las mejillas.

En estas palabras hay un poco de polvo egipcio,
hay unas cuantas vendas, hay un olor de pirámides adormecidas en el algodón del pasado,
y hay también esa nostalgia que nos invade en ciertas tardes,
cuando la lluvia se enreda en nuestro corazón como los cabellos húmedos y largos
de una mujer desconocida.

Estuve atento a la edificación de los templos, al trazo de las grandes avenidas,
a la proclamación de los hospitales, a la frase secreta de los enfermos,
vi morir los antiguos guerreros,
sentí cómo ardían los ángeles por el olor a vuelo quemado.
Me duele, pues, esta convocatoria inofensiva, esta novia de blanco,
esta mirada que cruzo con mi madre muerta,
esta espina que corre por la voz, estas ganas de reír y llorar a mansalva,
y el trabajo de ustedes, los constructores de la nueva ciudad,
los sacerdotes de las nuevas costumbres, los muertos del futuro.

Me duele la pulcritud inútil, la voluntad académica,
la cortesía de los ciegos,
la caricia torva como una virgen insatisfecha.
Mirad las excavaciones de la noche,
escuchen a Lázaro conversando con sus sepultureros, mostrándoles su anillo de compromiso con la Divinidad.

Vean a Lázaro en el restaurant y en el tranvía,
en el ataúd y en el puente, en el animal y en su plato de carne.
Sí, me duele este atardecer,
esta boca de sol y de verano.



Betania

Homme infesté du songe,
homme gagné par l'infection divine.
Saint-John Perse



He tocado esta carne y no he hallado otra resurrección que el olvido
ni otra vehemencia que aquella de los labios pegados a la noche,
a la oscuridad besada de los cuerpos,
a las palabras dichas para que las bocas resistan el
hierro nocturno.

La sangre también recuerda sus hechos de tierra
como un navío que cabecea en los muelles.

El cielo de este día es otra vaga historia,
el anochecer va posando sus alas sobre los nombres escritos.

¿Dónde está lo que resplandece cuando el fuego
retrocede?
¿Dónde está aquello que no es vencido por el poderío de lo que duerme?

Llovizna sobre la tierra como un arrepentimiento tardío,
como una voluntad de lavar en voz baja.

La magia ha arrojado sus armas en el centro de la habitación,
la historia de Lázaro se ha convertido en pasto de
charlatanes de buena y mala voluntad,
y la consecuencia es este legado de carne envanecida de su morir,
aquello a lo que llaman primer paso hacia la inmortalidad.

Todos los ríos levantan su copa hacia las nubes
pidiendo que se las llenen de infinito para beber
lentamente otra sombra,
todos los ríos esperan la alfombra de la luna, el cuarto cerrado
donde al amanecer se desvisten los que se ahogaron de niños.

Pero no es en la fruta acostada en su madurez
ni bajo el árbol donde el cielo detiene sus dioses
ausentes,
donde los ojos se abren de nuevo.

Es en la impiedad de las estatuas, en las sordas
lecturas del azufre,
en la verdad del salitre, en el herbazal de la sangre.
La mirada entonces no yerra como no yerra el amor,
las mujeres danzan alrededor de su propio desnudo
y nos invitan a llorar por la muerte de sus astros.

Estos ojos de amor que me llevan se han abierto
también en los ríos,
en las arenas lavadas como alguien que pone en orden sus recuerdos y luego se marcha.
Ríos que se levantan en silencio para abrirle la puerta al océano,
al océano que entra sacudiendo los retratos y las
apariciones,
los lechos y sus consecuencias de sangre o de nieve.

Creo en lo oscuro de la materia pero su renombre no es oscuro;
Dios ha entrado en su tumba tranquilamente
porque cree en el poder de los hombres para despertarlo,
porque los hombres se anuncian los unos a los otros
con una luz escarlata y colérica.

He respirado la indiferencia que me atañe,
el olvido que alguna vez tenemos en las manos como una bella flor de papel.
Le he dado un nombre amoroso a mis culpas
y he temblado al creer en lo que me vencía.
He pasado tardes en silencio, mirando mi fraudulenta resurrección
esperando un gesto revelador
para tomar la noche como un incendio.

La primavera ha pasado con sus voces de fruta,
con su tropel de sol en las mejillas,
el sudor ha sido hermoso como la espuma en las
adolescentes
el corazón ha dejado en la playa otra carta sin firma.
También la rabia espera ahora su reinado,
el sol camina sobre los ataúdes abiertos,
pero los muertos no han podido siquiera ofrecernos una disculpa
por su ausencia, por eso la melancolía es más hermosa
que una columna griega.

He aquí esta mirada,
esta mirada nuevamente en las postrimerías de sí misma,
desplegada como un pabellón de guerra, como una lúcida avanzada invernal.

He aquí que mi mano no tiembla al levantar la lámpara.

Hay espejos rotos semienterrados en la arena de la playa,
están las escamas de los días de verano;
y en la tarde plomiza el mar golpea con todo su cuerpo
como si quisiera despertar a la tierra hacia una luz más honda..

Y hemos llorado, nos hemos visto correr en nuestras lágrimas,
hemos alabado nuestras mejillas, hemos palpado a ciegas otro cuerpo
que no venía en las lágrimas; entonces la tarde
parecía esperar en nuestros ojos.

Pero yo quiero ahora la otra mejilla del amor,
el lado no abofeteado aún por su propio silencio;
porque me he convencido de la soledad sin tregua del mar y lo señalo
y me agobia ese resplandor de la luna en los cabellos de los muertos.
Ahora veo lo que tarda en llegar y escucho el sonido de los cuernos
anunciando la partida de caza.



La corona de hierro


Yo podría también en este umbral, junto a la precaria armadura de tu olvido,
enumerar los hechos construidos y destruidos por el amor;
yo podría si alguno de los dos lo quisiera, si alguno de los dos mirara hacia ese sitio,
en el remoto estallido de algún verano,
en el arco de un día de serpientes, en la claridad de una convalecencia gozosa
en el reflejo de una tarde abandonada en el túnel de lo que no pude decir,
y esta enumeración inventora de frutos y luces de guerra, donde el corazón ennegrecido chisporrotea
igual que una hoguera que el invierno luce en el pecho como un coral amargo.

Yo podría tal vez en otros vestigios,
en otros vendajes donde la herida haya sido apagada,
en la otra historia de tus ojos donde el abismo vuelve a ser la florecilla silvestre
de los días de la infancia;
yo podría, te digo, enumerar aquí esos hechos
y también aquellas tardanzas que las lluvias de octubre practicaron en mi pecho,
esa humedad de lo muerto que a veces no comprendemos
y cuyo olor impregna nuestra alma de sumisa nostalgia.
Podría entonces con mis carencias de mar,
con mi máscara que no fue tallada en ningún taller audaz del alma,
caminar por esos actos que tú y yo transcurrimos, que tú y yo hicimos pasar.

Ninguna otra fuerza entonces, ninguna otra religión que alimentar con esa cierta placidez del desamparo
por esa libertad congénita ante la enfermedad de los dioses;
sólo esas palabras con su aire de carne, con su bosque de sangre,
con sus extrañas colindancias con el hierro,
enumeradas al borde del mundo por aquellos que deciden partir
y extraviar la semejanza de su lenguaje con el lenguaje de los poseedores de su ciudad.

Aún entonces tal vez, y siendo así no lo supimos, cuando la noche, ella misma,
puso en las sienes de la ciudad la antigua corona
y la soledad era un perrillo faldero que lamía las manos de sus dueños,
y los astros, más acá de su lejanía, retocaban el olvido de los hombres
y todos se acomodaban en sus propias estatuas
para describirse a sí mismos aquello que llamaban
sus incertidumbres.

Ésa sería la súplica y el desdén, tu tierno ademán,
el autobús donde no consigues escaparte,
la habitación donde no consigues la paz,
el libro que no te regresa la antigua pasión, el rojo
descubrimiento;
ése sería el nuevo encuentro, la antigua manera de comenzar, de devolvernos;
tu cuerpo desnudo envuelto por la penumbra de la
cortina como por una desnudez más amorosa aún y más imposible,
la aparición del mar en la mano que lleva la caricia como una lámpara,
todo lo que al besar un cuerpo nos incumbe;
tus senos donde la blancura enciende sus primeras señales,
tu vientre donde la oscuridad alumbra mis manos,
tus cabellos de día de lluvia, tus ojos de anochecer sobre los edificios y sobre las cúpulas,
mientras bajamos los escalones del deseo escuchando el golpe del viento en las más altas ventanas,
y en todos los sitios donde la noche enciende los
cuerpos enlazados
como antiguos y eternos sistemas de navegación.

Y toda tú caída de tus ojos, parte de ti caída de tu alma,
sin súplica elocuente,
herida por el beso que te reconoce y te alza, te desordena y te copia en todos los modos del amanecer,
entraste en ese rumor, en esa sombra que me envolvía
lejos de aquellas costas donde el olvido y el mar alzan la noche
y la palidez de las manos da a lo acariciado un atavío remoto que no alcanzamos nunca.

Vasto conocimiento y vasta ignorancia;
en la noche de esa mirada, en la ciudad oculta por las uñas de sus habitantes,
por el cansancio de sus desórdenes y la prisa de sus incertidumbres,
¿qué otra palabra, qué otra caricia
donde el coro de las antiguas sirenas saque a relucir los gestos de nuestra infancia caída,
de nuestra anciana infancia a la sombra implacable del mar?
Si, yo tal vez pude decírtelo, tú pudiste tal vez
escucharlo,
o tal vez soltando la cortina que te envolvía, alzando los hombros
o tarareando una canción que no recordabas bien,
caminaste,
cruzaste frente a mí o hablaste mientras te vestías en la otra habitación,
diciéndome: “Está bien, está bien, ¿pero estamos
seguros de algo?”

Y esa seguridad que me hubiera gustado invocar,
esas constancias de las que tu cuerpo quizá guarda memoria,
o esos momentos en que yo despertaba y aún con los ojos cerrados, heridos por el sol,
repetía como tú: “¿Pero era seguro? ¿Pero era verdad?”

Y recordaba tu sonrisa que mezclaba la noche con el alma más íntimamente que lo oscuro,
y combatía con ese ademán estricto del vacío,
con la pereza del desconsuelo que casi era el alivio,
la sordera final, la calle en silencio.

Y fue así como todo fue cumplido, como no debiste preguntarme;
fue así como se hizo innecesario responderte
cuando ya no queda otra alabanza, ningún otro sonrojo, ninguna otra adversidad,
ningún otro olvido,
que aquellos que establecen nuestros propios silencios.

Así se ha cumplido todo,
y ahora en este sitio
somos discípulos de esta noche milenaria y confusa,
de esta música atroz, de esta ciudad, de estas palabras donde es necesario dejarte y dejarme.
Alimentados por el pan cautivo y la leche cautiva
aquí recordamos y olvidamos, aquí nuestros ojos
cambian de ojos,
aquí entregamos el sueño.

…y por las calles de la ciudad el invierno se yergue
como un guerrero blanco.



[cómo retrasar la aparición de las hormigas]


una vez que aparecen no hay poder
capaz de ahuyentarlas, los árboles sirven
para obtener madera, la madera
para obtener celulosa, la celulosa…
pero las mayores riquezas de todo servilismo
descubren el avance de las hormigas,

como es sabido el cuerpo tiene
características que le son reflejadas,
que le confieren enorme potencial de espejo
a condición de saber explotarlo, por lo cual
también es destinado a las oscilaciones
que efectúan las hormigas antes de llegar,

así los reflejos de cada cuerpo extraen
nuevos espejos nutrientes
de sus más profundas capas producidos
por la descomposición del padre y la madre,

esos nutrientes incorporados al cuerpo
esperan el frío azogado de las hormigas
mientras el espejo se atrofia
y la madre y el padre vuelven a tambalearse
en el fondo de cada espejismo,

retrasar ese momento inevitable
es la juventud, durante la cual
los espejismos segregados por el padre y la madre
se atrofian,

retrasar ese momento inevitable
es la vejez, la vejez separando
las nuevas imágenes
puestas al alcance de las hormigas,

pues así como los árboles sirven
para obtener madera y la madera
sirve para obtener celulosa,
los espejos extraídos del fondo del árbol
o del fondo del cuerpo, sirven
para extraer, a fin de cuentas, hormigas
y reflejos de hormigas donde el padre y la madre
cabecean el sueño de nueva destrucción.

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