2.12.2009

nostalgia de la maga, 6/18 Julio Cortázar


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6


La técnica consistía en citarse vagamente en un barrio a cierta hora. Les gustaba desafiar el peligro de no encontrarse, de pasar el día solos, enfurruñados en un café o en un banco de plaza, leyendo-un-libro-más. La teoría del libro-más era de Oliveira, y la Maga la había aceptado por pura ósmosis. En realidad para ella casi todos los libros eran libro-menos, hubiese querido llenarse de una inmensa sed y durante un tiempo infinito (calculable entre tres y cinco años) leer la ópera omnia de Goethe, Homero, Dylan Thomas, Mauriac, Faulkner, Baudelaire, Roberto Arlt, San Agustín y otros autores cuyos nombres la sobresaltaban en las conversaciones del Club. A eso Oliveira respondía con un desdeñoso encogerse de hombros, y hablaba de las deformaciones rioplatenses, de una raza de lectores a fulltime, de bibliotecas pululantes de marisabidillas infieles al sol y al amor, de casas donde el olor a la tinta de imprenta acaba con la alegría del ajo.

En esos tiempos leía poco, ocupadísimo en mirar los árboles, los piolines que encontraba por el suelo, las amarillas películas de la Cinemateca y las mujeres del barrio latino. Sus vagas tendencias intelectuales se resolvían en meditaciones sin provecho y cuando la Maga le pedía ayuda, una fecha o una explicación, las proporcionaba sin ganas, como algo inútil. Pero es que vos ya lo sabés, decía la Maga, resentida. Entonces él se tomaba el trabajo de señalarle la diferencia entre conocer y saber, y le proponía ejercicios de indagación individual que la Maga no cumplía y que la desesperaban.

De acuerdo en que en ese terreno no lo estarían nunca, se citaban por ahí y casi siempre se encontraban. Los encuentros eran a veces tan increíbles que Oliveira se planteaba una vez más el problema de las probabilidades y le daba vuelta por todos lados, desconfiadamente. No podía ser que la Maga decidiera doblar en esa esquina de la rue de Vaugirard exactamente en el momento en que él, cinco cuadras más abajo, renunciaba a subir por la rue de Buci y se orientaba hacia la rue Monsieur le Prince sin razón alguna, dejándose llevar hasta distinguirla de golpe, parada delante de una vidriera, absorta en la contemplación de un mono embalsamado. Sentados en un café reconstruían minuciosamente los itinerarios, los bruscos cambios, procurando explicarlos telepáticamente, fracasando siempre, y sin embargo se habían encontrado en pleno laberinto de calles, casi siempre acababan por encontrarse y se reían como locos, seguros de un poder que los enriquecía.

A Oliveira lo fascinaban las sinrazones de la Maga, su tranquilo desprecio por los cálculos más elementales. Lo que para él había sido análisis de probabilidades, elección o simplemente confianza en la rabdomancia ambulatoria, se volvía para ella simple fatalidad.
«¿Y si no me hubieras encontrado?», le preguntaba. «No sé, ya ves que estás aquí...» Inexplicablemente la respuesta invalidaba la pregunta, mostraba sus adocenados resortes lógicos. Después de eso Oliveira se sentía más capaz de luchar contra sus prejuicios bibliotecarios, y paradójicamente la Maga se rebelaba contra su desprecio hacia los conocimientos escolares. Así andaban, Punch and Judy, atrayéndose y rechazándose como hace falta si no se quiere que el amor termine en cromo o en romanza sin palabras. Pero el amor, esa palabra...
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18


No ganaba nada con preguntarse qué hacía allí a esa hora y con esa gente, los queridos amigos tan desconocidos ayer y mañana, la gente que no era más que una nimia incidencia en el lugar y en el momento. Babs, Ronald, Ossip, Jelly Roll, Akhenatón: ¿qué diferencia? Las mismas sombras para las mismas velas verdes. La sbornia en su momento más alto. Vodka dudoso, horriblemente fuerte. Si hubiera sido posible pensar una extrapolación de todo eso, entender el Club, entender Cold Wagon Blues, entender el amor de la Maga, entender cada piolincito saliendo de las cosas y llegando hasta sus dedos, cada títere o cada titiritero, como una epifanía; entenderlos, no como símbolos de otra realidad quizá inalcanzable, pero sí como potenciadores (qué lenguaje, qué impudor), como exactamente líneas de fuga para una carrera a la que hubiera tenido que lanzarse en ese momento mismo, despegándose de la piel esquimal que era maravillosamente tibia y casi perfumada y tan esquimal que daba miedo, salir al rellano, bajar, bajar solo, salir a la calle, salir solo, empezar a caminar, caminar solo, hasta la esquina, la esquina sola, el café de Max, Max solo, el farol de la rue de Bellechasse donde... donde solo. Y quizá a partir de ese momento.

Pero todo en un plano me-ta-fí-sico. Porque Horacio, las palabras... Es decir que las palabras, para Horacio... (Cuestión ya masticada en muchos momentos de insomnio.) Llevarse de la mano a la Maga, llevársela bajo la lluvia como si fuera el humo del cigarrillo, algo que es parte de uno, bajo la lluvia. Volver a hacer el amor con ella pero un poco por ella, no ya para aprender un desapego demasiado fácil, una renuncia que a lo mejor está encubriendo la inutilidad del esfuerzo, el fantoche que enseña algoritmos en una vaga universidad para perros sabios o hijas de coroneles. Si todo eso, la tapioca de la madrugada empezando a pegarse a la claraboya, la cara tan triste de la Maga mirando a Gregorovius mirando a la Maga mirando a Gregorovius, Struttin’ with some barbecue, Babs que lloraba de nuevo para ella, escondida de Ronald que no lloraba pero tenía la cara cubierta de humo pegado, de vodka convertido en una aureola absolutamente hagiográfica, Perico fantasma hispánico subido a un taburete de desdén y adocenada estilística, si todo eso fuera extrapolable, si todo eso no fuera, en el fondo no fuera sino que estuviera ahí para que alguien (cualquiera pero ahora él, porque era el que estaba pensando, era en todo caso el que podía saber con certeza que estaba pensando, ¡eh Cartesius viejo jodido!), para que alguien, de todo eso que estaba ahí, ahincando y mordiendo y sobre todo arrancando no se sabía qué pero arrancando hasta el hueso, de todo eso se saltara a una cigarra de paz, a un grillito de contentamiento, se entrara por una puerta cualquiera a un jardín cualquiera, a un jardín alegórico para los demás, como los mandalas son alegóricos para los demás, y en ese jardín se pudiera cortar una flor y que esa flor fuera la Maga, o Babs, o Wong, pero explicados y explicándolo, restituidos, fuera de sus figuras del Club, devueltos, salidos, asomados, a lo mejor todo eso no era más que una nostalgia del paraíso terrenal, un ideal de pureza, solamente que la pureza venía a ser un producto inevitable de la simplificación, vuela un alfil, vuelan las torres, salta el caballo, caen los peones, y en medio del tablero, inmensos como leones de antracita los reyes quedan flanqueados por lo más limpio y final y puro del ejército, al amanecer se romperán las lanzas fatales, se sabrá la suerte, habrá paz.

Pureza como la del coito entre caimanes, no la pureza de oh maría madre mía con los pies sucios; pureza de techo de pizarra con palomas que naturalmente cagan en la cabeza de las señoras frenéticas de cólera y de manojos de rabanitos, pureza de... Horacio, Horacio, por favor.
Pureza.
(Basta. Andate. Andá al hotel, date un baño, leé Nuestra Señora de París o Las Lobas de Machecoul, sacate la borrachera. Extrapolación, nada menos.) Pureza. Horrible palabra. Puré, y después za. Date un poco cuenta. El jugo
que le hubiera sacado Brisset. ¿Por qué estás llorando? ¿Quién llora, che? Entender
el puré como una epifanía. Damn the language. Entender. No inteligir: entender. Una sospecha de paraíso recobrable: No puede ser que
estemos aquí para no poder ser. ¿Brisset? El hombre desciende de las ranas...
Blind as a bat, drunk as a butterfly, foutu, royalement foutu devant les portes, que peut-être... (Un pedazo de hielo en la nuca, irse a dormir. Problema: ¿Johnny Dodds o Albert Nicholas?. Dodds, casi seguro. Nota: preguntarle a Ronald.) Un mal verso, aleteando desde la claraboya: «Antes de caer en la nada con el último diástole...» Qué mamúa padre. The doors of perception, by Aldley Huxdoux. Get yourself a tiny bit of mescalina, brother, the rest is bliss and diarrhoea. Pero seamos serios (sí, era Johnny Dodds, uno llega a la comprobación por vía indirecta. El baterista no puede ser sino Zutty Singleton, ergo el clarinete es Johnny Dodds, jazzología, ciencia deductiva, facilísima después de las cuatro de la mañana. Desaconsejable para señores y clérigos).

Seamos serios, Horacio, antes de enderezarnos muy de a poco y apuntar hacia la calle, preguntémonos con el alma en la punta de la mano (¿la punta de la mano?) En la palma de la lengua, che, o algo así. Toponomía, anatología descriptológica, dos tomos i-lus-tra-dos), preguntémonos si la empresa hay que acometerla desde arriba o desde abajo (pero qué bien, estoy pensando clarito, el vodka las clava como mariposas en el cartón, A es A, a rose is a rose is a rose, April is the cruellest month, cada cosa en su lugar y un lugar para cada rosa es una rosa es una rosa...). Uf. Beware of the Jabberwocky my son.

Horacio resbaló un poco más y vio muy claramente todo lo que quería ver. No sabía si la empresa había que acometerla desde arriba o desde abajo, con la concentración de todas sus fuerzas o más bien como ahora, desparramado y líquido, abierto a la claraboya, a las velas verdes, a la cara de corderito triste de la Maga, a Ma Rainey que cantaba Jelly Beans Blues. Más bien así, más bien desparramado y receptivo, esponjoso como todo era esponjoso apenas se lo miraba mucho y con los verdaderos ojos. No estaba tan borracho como para no sentir que había hecho pedazos su casa, que dentro de él nada estaba en su sitio pero que al mismo tiempo -era cierto, era maravillosamente cierto-, en el suelo o el techo, debajo de la cama o flotando en una palangana había estrellas y pedazos de eternidad, poemas como soles y enormes caras de mujeres y de gatos donde ardía la furia de sus especies, en la mezcla de basura y placas de jade de su lengua donde las palabras se trenzaban noche y día en furiosas batallas de hormigas contra escolopendras, la blasfemia coexistía con la pura mención de las esencias, la clara imagen con el peor lunfardo. El desorden triunfaba y corría por los cuartos con el pelo colgando en mechones astrosos, los ojos de vidrio, las manos llenas de barajas que no casaban, mensajes donde faltaban las firmas y los encabezamientos, y sobre las mesas se enfriaban platos de sopa, el suelo estaba lleno de pantalones tirados, de manzanas podridas, de vendas manchadas.

Y todo eso de golpe crecía y era una música atroz, era más que el silencio afelpado de las casas en orden de sus parientes intachables, en mitad de la confusión donde el pasado era incapaz de encontrar un botón de camisa y el presente se afeitaba con pedazos de vidrio a falta de una navaja enterrada en alguna maceta, en mitad de un tiempo que se abría como una veleta a cualquier viento, un hombre respiraba hasta no poder más, se sentía vivir hasta el delirio en el acto mismo de contemplar la confusión que lo rodeaba y preguntarse si algo de eso tenía sentido. Todo desorden se justificaba si tendía a salir de sí mismo, por la locura se podía acaso llegar a una razón que no fuera esa razón cuya falencia es la locura. «Ir del desorden al orden», pensó Oliveira. «Sí, ¿pero qué orden puede ser ése que no parezca el más nefando, el más terrible, el más insanable de los desórdenes? El orden de los dioses se llama ciclón o leucemia, el orden del poeta se llama antimateria, espacio duro, flores de labios temblorosos, realmente qué sbornia tengo, madre mía, hay que irse a la cama en seguida.» Y la Maga estaba llorando, Guy había desaparecido, Etienne se iba detrás de Perico, y Gregorovius, Wong y Ronald miraban un disco que giraba lentamente, treinta y tres revoluciones y media por minuto, ni una más ni una menos, y en esas revoluciones Oscar’s Blues, claro que por el mismo Oscar al piano, un tal Oscar Peterson, un tal pianista con algo de tigre y felpa, un tal pianista triste y gordo, un tipo al piano y la lluvia sobre la claraboya, en fin, literatura.

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