1.21.2009

movimiento continuo/le charmes de la vie, de Guillermo Carnero

***


el movimiento continuo

…pronto envejeceremos; moriremos

antes de reconocer la libertad.

Robert Herrick



Las personas comme il faut, honestos padres

de familia y demás gente de principios

(fotógrafos profesionales, profesores de baile

y otros agentes de la autoridad)

tenían desde antiguo organizado su modesto

baile de disfraces.

Y lo peor no fueron los ridículos gestos de las

matronas, torpes animales domésticos,

ni el parloteo de los intrascendentes animalillos

partidarios del orden y la compostura,

sino el distinguir, debajo de la pacotilla y de

las flores de plástico,

su buena fe de gansos soñolientos.


En las afueras, después de haber dejado atrás

las últimas viviendas del suburbio

-glorria y prrez sempiterrnas, como dijo

el santo varón arrastrando las erres-,

encontramos, en el crepúsculo, sin demasiado

esfuerzo,

el modesto tinglado de una feria vacía:

ositos mecánicos,

muñecas caucásicas para neuróticos

-cada una contiene otra igual, más pequeña,

indefinidamente-,

espejos cóncavos, convexos y cóncavoconvexos,

barracas donde un coro de malolientes atletas

vociferaba el canto del cisne,

antifaces de muselina, ciudadanos disfrazados

de asnos de Persia,

asnos de Persia disfrazados de ciudadanos,

una historia completa del traje,

y muchas otras cosas, como por ejemplo,

varitas mágicas,

insectos de cartón-piedra,

una colección de bastante amplia de cremas para

payasos,

la botella de porcelana rosada donde el

prestidigitador guardaba su elixir

para aparecer vivaracho y chispeante en

público,

tres o cuatro chaquetas reversibles, las memorias

de Frégoli

y un manual de Etiqueta Cortesana, con

anotaciones manuscritas

de Óscar Wilde, y alguna raspadura

de Baudelaire.

Alguien descubrió que el tiovivo podía seguir

girando, mientras un organillo

oculto bajo las tablas martilleaba una

mutilada Chanson de Cour

reconocible. Con un poco de buena voluntad.


Vosotros, mientras en la noche resuena

la rutilante música de circo

decidme si merecía la pena haber vivido para esto,

para seguir girando en el suave chirrido de las

tablas alquitranadas,

para seguir girando hasta la muerte.



***

les charmes de la vie

Watteau.


Que no turben las aves el crepúsculo.

Va a comenzar el vals. Que todo quede

en tinieblas. Que las sedas oculten

las abiertas ventanas, y que alguien desenlace

los gruesos terciopelos. Nada debe

amenazar el flujo de la música:

ningún arista o mármol o pájaro dormido.

Que nada permanezca. Sólo el aire

ilumine las fuentes ocultas de la noche

difunda en las estancias un resbalar de remos

en los estanques, prenda el roce de las hojas

que desordena el viento entre las alamedas,

apague los destellos sobre los ventanales,

sobre cada cristal, para que los espejos

no descubran de dónde brotan los surtidores,

para que no resbalen hacia las balaustradas

las serpientes del agua, para que la penumbra

los colores del mármol y de los terciopelos


desprendan un ingrávido gorgotear de luces,

y así, por un redondo laberinto de cauces

poco a poco la música, brotando de la oscura

trasparencia del aire, irrumpa desde cada

cristal amortajado, desde cada moldura,

libere sobre el musgo las voces de la noche

para que en el silencio las corrientes

heladas, ni los dedos ni la curva del torso

de la estatua disientan de la inmóvil presencia

de los vasos que oprimen en las encrucijadas

un puñado de inertes raíces sumergidas.


Anacreonte supo renunciar a casi todos los mitos

de su tiempo:

patria, fama, dignidad de soldado,

respeto hacia los muertos y amistad

con los dioses.

¿Cómo no serenarse, si todo está perdido?

Las montañas azules, a lo lejos, van siendo

lamidas por la sombra.

Dibuja los contornos de las torres lejanas

la palidez helada de un viento submarino,

iluminando el brillo de los ojos, nítidos

y cercanos

pero imposibles, como el rastro de umbría

verdura que sugiere

el escondido cause de un río subterráneo.

Que resuene el laúd, porque las voces

quebrarían el aire de la tarde.

que los dedos desaten, entre encajes,

el unánime llanto de las cosas,

pero que nadie intente otra vez pulsar

las raíces de la vida.

Con el sol poniente vana alanzar sus últimos

destellos, sobre las hojas amarillas,

las irisaciones de la música,

y los dioses silvestres convocan al silencio

en la espesura.

Que nadie intente descubrir los sones

originarios.


La noche desciende

sobre las tazas de las fuentes mudas, como las

hojas muertas,

y oprime como mano tibia los atributos de la

música:

latón pulido de las cornamusas,

resonancias que cierran su corola junto a los

bucráneos

festonados de racimos y cintas.

Ahora resbala por las escalinatas

la múltiple aureola de las luces

(¿Y por qué no subir, si todo está perdido?)

y se desgrana el vals, entre las risas,

mientras las lentejuelas de las máscaras

reflejan un brillante remolino de sedas,

como un enorme espejo alucinado.


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